Friday, February 03, 2006


La Crónica de Juanito

Nací en Soacha, un pueblo lleno de paisaje donde las fincas me rodeaban amplias y azules en su verdor.
Mi primer recuerdo fue un relincho no tan lejano que resonó en mi oído inexperto como una sirena. No sé si lloré pero recuerdo que ese sonido hizo eco y, la verdad, todavía hace eco en mi inconsciente, y me hace temblar de añoranza y nostalgia de ese tiempo pasado.
Apenas caminando tambaleante un día me encontré con que la yegua de carga de mi casa dio cría un potro tan infirme como yo lo era y tan curioso y ansioso de conocer el mundo que nos identificamos y hermanamos nuestra experiencia de ahí en adelante. Nuestra comunicación fue a base de señas, de entendimientos tácitos, pues ninguno de los dos nos atrevíamos a romper el hechizo con ruidos inconexos. “Me llamo Juan”, le decía yo y él me respondía con ligeros movimientos de sus orejas, acercamientos invisibles para los demás, menos concentrados en nuestro dialogo. La yegua tenía que trabajar junto con mi papá en llevar agua a la hacienda cercana y por ende al potro lo dejaban por horas en el corral donde yo me apresuraba a consolarlo.
Con el tiempo le puse nombre a ese amigo secreto y desde entonces es mi nombre favorito Danny. Mucho más tarde en mi vida bauticé así a mi hijo, sin pensarlo dos veces.
Mi vida desde entonces ha estado señalizada por el caballo, primero aprendiendo a conocerlos íntimamente, conversar con ellos y comprender su lenguaje. Después con cuidado y sin perturbar su esencia, aprendí a domesticar esa alma cerrera y poner toda es fuerza al servicio de mi voluntad, mas tarde aun les pude enseñar a jugar polo y, últimamente, he estado dedicado a la cría y levante de caballos de carreras. Es en esta etapa de mi vida que he tenido que recurrir a toda mi experiencia pues ha sido difícil, a veces casi imposible tener a mi cuidado tantos animales, tantas personalidades distintas.
Estoy cansado y no recuerdo con certeza los detalles de mis primeras conversaciones con mi amigo de infancia, intuyo la mayoría pero a veces me frustro ante la impotencia. No soy una persona estudiada ni me siento muy inteligente, sobrevivo gracias a ese don de comunicación que me dio Danny, gracias al cielo. Sin embargo, a veces bajo la influencia del alcohol o la adrenalina, cuando se me muere un animal, especialmente uno recien nacido, pienso que sería más fácil escapar al galope con el viento en la cara y evitar todos los problemas de una vez por todas.
Me lo impide la responsabilidad y el amor a esto, a Soacha y su tradición hípica, a las alamedas bamboleantes de eucaliptos añejos, al olor al pasto recién cortado y, porque no decirlo, a boñiga, a sudor, a arduo quehacer diario. Mis hermanos, borrachines incorregibles la mayoría, me hablan al oído solo cuando les conviene y me previenen de hacer mas de lo que debo, de exagerar en mi amor al animal, de mi interés primordial de entender a cada uno de los potros y disponer para ellos individualmente un trato especifico.
Caigo y me levanto, caigo y me levanto, pero cada día más olvido ese comienzo recóndito y feliz y me aterrorizo y tomo para no recordar ese miedo que se cierne en mis entrañas. Cuando pienso y recapacito, me arrepiento pero algún día será demasiado tarde y no podré volver a atesorar ese relincho que me trajo al mundo y me permitió ser feliz por todo este pedazo de vida.

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