Monday, March 27, 2006


Recuerdos de Fontibon (1959-1968)

Aprendí a montar en San Francisco, la hacienda de mi bisabuela en Fontibon. Me enseñó con paciencia y dedicación mi tío Carlos Sinisterra en un pony blanco del que vagamente me acuerdo, en un galápago de niños que todavía conservamos en la familia.
Mis primeros pasos equinos fueron a los tres años y desde entonces monto a caballo en cuanto puedo. Al principio como todos los nuevos jinetes dependía de los mayores para cumplir con mis aspiraciones. Mi papá en primer lugar, que a tenia que llevarme con el montado en la parte delantera del galápago durante horas y horas de cabalgata pues mi mamá, a pesar de haber sido una jinete excepcional, cuando me tuvo a mi le cogió un miedo feroz a dejarme huérfano, y tío Cacao y tía Blanca en segundo lugar pues eran ellos los que arreaban al pony alrededor del botalón y me daban instrucciones en el quehacer de las riendas, las rodillas, la posición en los estribos y las distintas cadencias del caballo. A partir que me gradué de jinete me regalaron mi primer caballo.
Mi yegua, La Malvina, era zaina con un estrella blanca enorme en la frente y dos punticos blancos entre los dos ollares de la nariz, que la distinguían de su hermana, La Monjita, con quien la confundían, inexplicablemente para mí, los menos conocedores y que era la cabalgadura preferida de mi papa. La Malvina decían había sido de carreras y era tan mansita y dócil por lo viejita…Mi familia me recordará subido a una puerta llamándola y ella viniendo a mi encuentro para que yo le pusiera el cabezal.
Convivían con los demás caballos de montar que se llamaban: El Ariete, el veloz alazán que montaba el fortachón primo de mi mama, German Sinisterra, y que por brioso y jetiduro me lo tenían prohibido; La Maestra, alazana tostada cerrada que galopaba de medio lado y en la que yo a veces alardeaba de buen jinete; El Bayo, mansurrón con raya negra a lo largo del lomo que me piso haciéndome trizas la uña del dedo gordo del pie derecho mientras lo herraban, rompiéndome mis botas de caucho Pantaneras de Croydon; La Costeña, la yegua castaña de mi tía Clarita Carreño que se montaba con doble bocado, palanca y filete, y que trotaba larguísimo y galopaba poco; La Balalaika, otra trotona rojiza, que les ensillaban a las amigas de mi tía preferida; La Colombina, probablemente la mas fogosa de todas y por ende la mas preciada pero, penosamente para mi, reservada para los quehaceres de la hacienda, junto con El Alazán y El Negro, los dos caballos de paso fino que utilizaba el mayordomo, Eusebio Gaitan. Habían más caballos, muchos más, pues mi tío Cacao había pertenecido a la Caballería y así les vendían pastadas a los caballos de la Remonta del Ejercito, pero o no estaban bautizados o amansados o simplemente solo los recuerdo como una manada indócil entre la cual yo me mezclaba a caballo para verlos de cerca, teniendo cuidado que no me patearan ni mordieran. Sobresalía entre ellos, eso si, un bayo que conjeturábamos hermano del homónimo y que llamaban Salto’e Sapo, sin explicaciones.
Mi peor desgracia era llegar a la finca y encontrar que otro primo de mi mamá, Francisco, que jugaba polo en Los Pinos y mazeaba en La Ramada, se hubiera llevado los caballos para allá. El hombre se llevaba hasta La Malvina y nos dejaba solamente las dos trotonas, el alazán prohibido y los de uso de la finca. Impotente, me tenía que conformar con lo que hubiera y respetar la jerarquía de edad y generación. Afortunadamente Clarita me consentía y me defendía de tamaño atropello y obviamente mi mamá, que tenia que aguantarse mi desazón, mi “disforce”, mi desasosiego y mis pataletas, también procuraba que Paco dejara por lo menos La Malvina, así se llevara los demás.
Para mi primera comunión en Agosto de 1963, mis papas me regalaron una yegua, comprada a un orejón sabanero de Facatativa de apellido García, que llamamos La Piragua, unas riendas y un galápago propio que me liberaron del yugo de las veleidades de Paco y sus amigos polistas que, se me olvidaba, también alzaban con los aperos de cuero amarillo de la finca dejándonos las sillas de cabeza, el galápago de amazona de tía Blanca y poco mas.
Mis compañeros habituales de cabalgata fueron entonces, Eusebio Gaitan y sus hijo Jorge, que se las daba de chalán y amansador y a quien solíamos convencer que hiciera pararse en las patas a El Negro en el jardín de la quinta de la hacienda, Álvaro Rivera que a veces me invitaba a acompañarlo a dar vuelta en su finca “La Laguna”, mi tía Clarita, con quien recorrimos Normandia, Cruz Verde y otras fincas aledañas, mis primos Jorge y Ricardo, que de vez en cuando iban a San Francisco pues tenían otra finca propia que los ocupaba la mayoría de fines de semana, mi papa que a veces iba a las cabalgatas y mi amigo Julio Michelsen, compañero de colegio e hincha furibundo de Santa Fe y amante de los caballos como yo.
Con mis primos, como yo los llamé siempre y todavía de manera excluyente, como si no existieran mas, hacíamos carreras de caballos alrededor del potrero El Cigarrillo, que tenia peralte y una laguna en el centro, aparentando ser los jockeys mas expertos del mundo. Un día desplanados, resolvimos enseñarle a montar de jockey al hijo del maestro Pacho, el hombre que siempre estaba encalando la casa para tapar lo que ensuciaban las golondrinas que anidaban en el tejado, y entre chiste y chanza le aflojamos la cincha, le dejamos a medio quitar la cabezada hasta que el pobre se cayó en medio de el feroz galope del animal, pegándose un porrazo soberano ante el cual poco podíamos disimular nuestras carcajadas. Mala idea nos castigaron, regañaron y prohibieron volver a engañar incautos…
Tal vez en el ultimo veraneo que recuerdo en esa hacienda, antes de que muriera mi bisabuela, quien consolidaba a su alrededor la familia extendida, Julio y yo fuimos testigos de la muerte de La Balalaika de un cólico, botada en el pasto del corral de las pesebreras, de El Negro, que se soltó de noche y al parecer ya no veía muy bien y se estrelló contra uno de los pilares de ladrillo de la portada y de La Costeña, en la mitad de una carrera de caballos, de un infarto. Corría el año 1968 y me acuerdo como si fuera ayer pues con Julio fue que por primera vez desarrollamos ese amor desmedido a los caballos y con quien estudiábamos los pedigrees de los caballos de su pariente político, Ernesto Puyana.

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