Tuesday, April 11, 2006

Pasto (1954)

Desde muy niños, mi abuelo Luis nos llevaba a Argel, o Corargel o Cortés, a que lo acompañáramos a “dar vuelta” a la finca en su Mercedes 220 verde perico manejado por Aristobulo. Cuando hablo en plural es porque éramos un bloque homogéneo mi primo Ricardo, su hermano Jorge, Jorge Soto y yo. Éramos mas o menos de la misma edad, aunque Ricardo era el mayor y se las daba de eso.
Al principio nos ensillaban a La Gacela, la mejor y la cual siempre se pedía el hijo del dueño, La Pepita y la Damita, dos paseras, La Canela, otra que alguna vez fue de paso pero que se lo dañaron de tanto galoparla al estrellido, como diría Belén Burgos Molina, y El Boliche, el pony que se desbocaba y que nadie se pedía. Con el tiempo nos fueron cogiendo respeto como jinetes y ya nos ensillaban La Africana, el Lancelot, el caballo de mi abuelo hijo de La Chinita, la yegua de Rafael Carvajal (que sabia de caballos entonces), y como a mi me regalaron a La Piragua en 1963, pues tenia mi propia montura.
Jugábamos a Bonanza, con Ricardo siempre pidiéndose ser Adam, mientras que yo era Joe, y los Jorges se disputaban al papá y Hoss. Nos conocíamos la finca con el nombre de cada uno de los potreros y también la hacienda contigua, San Marino, pues papá Luis le ayudaba a las Blanco a manejarla junto con el administrador, un gordo encantador de nombre Valeriano Aguilera y su consueta Ignacio, que montaban al Trovador y a La Mosca, respectivamente. A veces incluso nos encontrábamos alla con Julio Michelsen o con Pierino Paccini, quienes también eran de nuestra edad y engrosaban el juego.
El orgullo de la finca para nosotros era un reproductor alazán tostado llamado Pasto, que tenía su propio potrero apartado y al que íbamos a ver sin falta cada sábado. Decía la leyenda que tío Camilo, en una de sus efervescencias, lo había comprado en el Hipódromo de Techo y llevado de cabestro hasta la finca. Dichos cuentos nunca fueron corroborados por mi abuelo ni mi tío pero se perpetuaron en el mítico transcurrir de nuestra infancia. Era divino, reluciente en ese alazán que destella verdes sin ningún blanco ni en la frente ni en las patas, y se sentía dueño absoluto de su territorio y de su manada. Todas la yeguas de la finca tarde o temprano lo visitaron y parieron sus hijos (la mía, La Piragua, tuvo dos de el, Zagaró y El Berenjena).
Hasta ahora pude corroborar suficiente del origen del caballo y las coincidencias son interesantes de acotar. En primer lugar fue criado por otro tío nuestro, Alberto Uribe Ramírez, aquel casado con mi tía Cecilia Izquierdo, el mismo que me llamaba Terremoto y a mi hermana Claudia, la mosquita muerta, Ciruelita. Nació en 1954, corrió efectivamente en el Hipódromo bajo las sedas de Humberto Linares, el abuelo de mis amigos golfistas Alfonso y Chepe, probablemente entre el ’57 y el ’60 y cuando nosotros lo conocimos en 1961, tenía solamente 7 años. Vivió hasta que, en nuestra adolescencia, dejamos de acompañar al abuelo y cuando volvimos a Cortés ya lo había reemplazado su hijo El Pielroja. Era además hijo de Pharyllis, el reproductor importado por David y Ernesto Puyana, el abuelo de mi esposa y de quien siempre me refiero con gran cariño como mi mentor y maestro, y de Jehader, una hija de Prince Jeddah importada de Argentina en los años cuarenta y comprada por tio Alberto con sus tragos, en un remate cuyo martillero fue Luis Restrepo.
Fueron días felices de grandes recuerdos, que mantienen vivas unas amistades inolvidables con mis primos y Jorge Soto.